miércoles, 26 de septiembre de 2007

Vuelta al cole

Tras el acribille de noticias clónicas en todos los medios comentando la inminente vuelta al cole, soportar una y otra vez las desgarradoras imágenes de los pobres críos llorando a punto del colapso y sufrir un año más con los comentarios sobre el coste de cada niño a la familia (libros, material escolar, comedor, transporte, clases extraescolares, etcétera), no he podido evitar recordar cuán diferentes eran en mis tiempos el colegio y sus reglas.

Para empezar, los lloros desgarradores eran los mismos, todos o casi todos padecíamos de “mamitis“ y alejarnos durante más de cinco minutos de la pierna de nuestras madres era algo para lo que no estábamos programados, con la única excepción del juego y hacer alguna travesura a sus espaldas.

No sólo los lloros eran los mismos, los amenazantes velones de mocos también. Y la cara de sorpresa de las madres al ver cómo su cándido hijo giraba el cuello hacia la salida del colegio, haciéndoles sospechar la presencia de algún gen coincidente con la niña del exorcista, tampoco tenía ni tiene desperdicio.

Es por esto que creo que habría que instaurar la costumbre de que el primer día de colegio se celebrara una fiesta, como en algunos países nórdicos. Sería una forma suave de ir mentalizando a los enanos y evitar traumas tanto a los críos como a sus madres. Lo que no me cabe en la cabeza es que eso lo hayan inventado unos sosos nórdicos y aquí, el país de la fiesta y la pandereta no … ¿cómo se nos ha podido pasar? … Menos mal que nuestros universitarios ya han cogido la sana costumbre de celebrar el comienzo de curso a golpe de botellón. Que no se diga hombre !

Sin embargo, una vez dentro del colegio ya la cosa cambiaba, y mucho. En mi caso particular cursé estudios de primaria en el C.P. Rodríguez Marín … y eso dejó huella … pero ya lo comentaré más adelante en una entrada que tengo reservada para mis insignes maestros, esas personas dedicadas en cuerpo y alma a hacer de mi alguien de provecho y que tanto sufrirían si vieran el monstruo que han creado.

En mis tiempos siempre nos obligaban a ponernos en fila india. Incluso para construirla como Dios manda, nos ordenaban “a cubrir“ con el brazo extendido el hombro del de delante, como si de soldaditos se tratara. Y ya en esta posición aún los maestros se encargaban de enderezar la fila, por decirlo de forma suave. Se rezaba en pose de firmes y se entraba a clase en absoluto silencio, también en fila india pegados a las paredes. Supongo que en ese momento no se les pasó por la cabeza que nos estaban entrenando para de mayores, en las fiestas hacer el trenecito a ritmo de pachanga entre paquitos el chocolatero.
 
Las salidas y entradas al recreo eran también en ese riguroso estilo marcial tan supuestamente adecuado para unos críos. Aún no me explico por qué los directores de colegio, cómplices de estas lobotomizantes hazañas de control disciplinario, no pusieron el nombre del creador de las mismas a sus propios hijos a modo de homenaje.

El recreo era la verdadera libertad. Lo primero era comprar el avituallamiento en el kiosko casero que tenía montado el conserje Don Florencio ( ¿memorable verdad? ). Podíamos elegir entre “aldeanas“, “cuñas“ o “alpargatas“ para tomar fuerzas y ya estábamos listos para chutar cualquier pelota pinchada, lata o piedra que tuviéramos a mano. Si no había ni lo uno ni lo otro o los mayores se habían adueñado del campo, siempre nos podíamos dedicar a jugar por equipos a “la gata paría“, bonito nombre para un juego donde el que más resistía ganaba. Eso los chicos; las chicas tenían sus propios juegos: rayuela o elástico eran la moda.

Cuando se terminaban las clases corríamos a los brazos de nuestras mamás, como si huyéramos de un campo de exterminio. Con lo poco cuidadoso que es uno a esa edad evitando ensuciarse en el recreo nuestras madres sospecharían al vernos que nos ponían a picar piedras o algo parecido.

Sobre gastos no hay comparación. Entonces los libros se heredaban en la mayoría de los casos, junto con las respuestas a las preguntas marcadas en el papel a pesar de haber borrado el lápiz del dueño anterior.

El uniforme, con un modelo de otoño/invierno y otro de primavera/verano, más la ropa deportiva, tipo chandal azul oscuro con dos rayas blancas. En mi caso, azul marino para jersey, camisa o polo blanco y pantalones gris marengo. No sería Adolfo Domínguez pero desde luego sí que fué un lince el que pensó que el azul marino casaba bien con el albero de la tierra del recreo o que el blanco era lo más apropiado para que un crío estuviera siempre en perfecto estado de revista, sobre todo en clases de plástica. Lo dicho: un lince.

Teníamos comedor escolar que era de pago, económico eso sí, pero no era obligatorio y la mayoría de nosotros preferíamos comer en casa, nuestras madres también lo preferían y sus razones tendrían que en un pueblo todo se sabe.

Ni actividades extraescolares ni nada parecido. Bueno, sí las teníamos pero no nos cobraban por ello: practicar deporte era gratis, divertido y sano. Recuerdo que incluso algunos maestros se ofrecían motu proprio para ayudar a los alumnos que quisieran una hora más después del horario escolar, y tampoco cobraban por ello.

A bote pronto me viene a la cabeza Don Saturnino (como para olvidar el nombre), que enseñaba con la tiza, y lo digo con conocimiento de causa. Pero se le perdonaban sus extravagancias porque en el fondo era un buen tipo e incluso jugaba bien a fútbol con cualquier lata.

El transporte era en un autobús que recorría las calles de Osuna, curiosamente apodado “el kunfú”, que a saber porque se le bautizó así a esa tartana, aunque sospecho que algo tendría que ver con la velocidad de crucero de David Carradine en su famosa serie. Para “los del campo”, que eran los alumnos que venían de los cortijos cercanos o de la pedanía de El Puerto de la Encina, había autobuses que les traían y llevaban diariamente.

Bueno que me tengo que ir a recoger a los chavales, que desde lo de la Madeleine cuando llego tarde las otras madres me miran mal ... muy mal.

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