lunes, 1 de octubre de 2007

Mis Maestros

Como lo prometido es deuda ... os presento a los “masters de mi universo”.

Muchas veces uno se sorprende pensando sobre la cantidad de gente que ha ido conociendo a lo largo de la vida, esa que deja huella, marca y que no sale fácilmente de la cabeza de uno a pesar del paso del tiempo.

Vale que cada uno somos un mundo y que vamos cargando con nuestra mochila de rarezas y manías, que normalmente no las exponemos a los demás y que hasta la persona en principio más normal, a poco que se rasque la primera capa de superficialidad, deja ver parte de la mochila cuando no el equipaje completo.

Escribiendo días pasados la entrada sobre la vuelta al cole caí en la cuenta de que una buena parte de mis profesores, esos que tenían el encargo de formarme intelectualmente y velar por hacerme una persona de bien, eran en su mayoría gente rara, distinta, e incluso extravagante.

Es por esto por lo que prometí escribir una entrada a modo de mini-perfil sobre alguno de ellos. No es mi meta criticarlos, pero teniendo en cuenta que fracasaron en sus objetivos para conmigo de hacerme una persona de provecho, considero una venganza suave comentar lo más memorable de sus desventuras. Comienza el baile.

En primaria, en el Colegio Público Rodríguez Marín tuve unos cuantos dignos de mención por orden cronológico, supongo que ahora su forma de actuar podría parecer extraña e incluso inapropiada pero en aquel contexto y en aquel tiempo no era excesivamente raro.

Don Saturnino, a pesar de su nombre, no, no era extraterrestre, aunque reconozco que era un tipo raro para su época. Tenía la capacidad de saber cuando estabas de cháchara por muy bajito que tuvieras el volumen, de echo sospechábamos que nos veía por el reflejo del cristal de sus gafas cuando estaba de espalda, pero nunca se pudo comprobar si era eso o que realmente tenía superpoderes.

Físicamente era un tipo joven que vestía de vaqueros y sin corbata, cosa rara para un maestro en esa época. Además llevaba mostacho para acojonar al personal, y si lo sumamos a su capacidad de acertar con el tiro de tiza, realmente acojonaba.

El tío era capaz de estar escribiendo en la pizarra de espaldas al alumnado y con un movimiento realizado en milésima de segundos estilo Matrix, giraba sobre si mismo a la vez que sobre la marcha cargaba el brazo y disparaba la tiza al charlatán detectado previamente.

Y acertaba, siempre acertaba, pero tenía su gracia y no se convertía para el infractor de corta edad en ningún trauma, los demás nos echábamos unas risas sabiendo/temiendo que tarde o temprano seríamos diana, pero lo aceptábamos como una regla de juego más graciosa que dolorosa.

Luego tenía sus buenos puntos, a pesar de ser un buen profesor que enseñaba decentemente, se preocupaba por quedarse después de clase una hora extra para ayudar a los más rezagados. También tenía la sana costumbre de jugar 15 minutos a fútbol con nosotros antes del comienzo de esa clase extra, así era más llevadero y no sólo conseguía que se quedaran los rezagados sino casi la clase en pleno.

Doña Pilar era una señora muy mayor, a punto de jubilarse, que tenía la virtud, como la mayoría de las mujeres, de hacer más de una cosa a la vez. En su caso era capaz de impartir clase a más de 30 niños y al mismo tiempo dedicarse a su afición favorita: el punto y la costura.

Físicamente era una mezcla de Florinda Chico y Marisa Porcel (T5, Escenas de matrimonio), pero con gafas con unos aumentos importantes, pelo canoso y verrugas peludas. Como tenía un parkinson incipiente y poca paciencia, cada vez que tenía que enhebrar el hilo se lo hacíamos nosotros, y a ver quien era el guapo que se negaba.

La buena mujer sacaba su canasto, nos ponía alguna tarea y se dedicaba a lo suyo. Alguno se preguntará como esa mujer a su edad era capaz de mantener el control sobre esa panda de lloricas, fácil, con disciplina, mucha disciplina, tanta que una vez mi espalda estuvo supurando más de una semana por un arañazo suyo como reprimenda por no mantenerme totalmente derecho en la fila, Lobezno a su lado mojaría los pantalones.

A la hora de escribir los boletines de notas de cada trimestre no dudaba en cogerme a mi por banda, y con la excusa de que tenía buena letra me “premiaba sin recreo” y me ponía a copiar lo que ella me iba dictando: las notas, las actas, etc … pero es que además no se le veía ningún síntoma de arrepentimiento por darme ese trato “preferente”, sino todo lo contrario. Y si me equivocaba tenía premio doble, agarraba las tijeras grandes por la parte cortante y te zumbaba en toda la mollera con la parte roma de los ojales, y te dejaba medio sonado, ya tenías el ruidito del eco del porrazo una hora dentro.

Y así de esa forma “tan especial” nos educaba y enseñaba valores, incluso haciendo uso de sus herramientas de costura para modelar nuestras cabezas. Yo creo que mi madre empezó a decirme eso de que tenía un gradito por esas fechas.

Don Joaquín, que tenía un hermano gemelo también dando clases allí, tenía una apariencia de hombre bonachón, gordito, cara sonrojada, pelo muy corto y bigote de fila de hormiga.

Fumaba Ducados mientras daba clases de matemáticas, ciencias naturales o química. Un tipo de ciencias que a pesar de que su apariencia imponía mucho respeto tenía su gracia castigando. Normalmente se dirigía al alumnado de usted pero a la vez diciendo el nombre terminado en diminutivo y de forma cantarina (Ej.: “Señor Fe-li-pi-toouu salga usted a la pizarri-ta).

Su forma de castigo preferida era darte un tironcitos de patillas o de orejas mientras te iba dando la charlita, no era muy doloroso pero podía llegar a sonrojarte la zona con facilidad. Si conseguías hacerlo estallar te montaba una bronca con una sarta de insultos suaves (Ej.: “pero será el tío membrillo, será el tío bruto, será pedazo de animal, habrase visto cacho de carne…”), que conseguían avergonzarte más por el volumen de la bronca que por el insulto, claro que luego en frío tenía su gracia.

Don Modesto, un zamorano morenete tostado y bajito al que el nombre no le hace nada de justicia, era el profesor de Plástica y Gimnasia. Como era típico en él, siempre iba en chandal, pero eso sí, con sus gruesos cordones de oro por fuera, como complemento muy a juego con la prenda. Casi podría afirmar que los “canis” de ahora le eligieron a él como icono estético grupal.

No era mal tipo pero tenía debilidad por piropear a todo lo que vistiera falda: alumnas jovencitas, limpiadoras, cocineras … Supongo que sería de la filosofía de que en la variedad está el gusto, y a pesar de estar casado, no hacía ascos en tirarle los tejos a ninguna en nuestra presencia. A nosotros esa formación práctica si que nos vino muy bien, porque descubrimos qué era lo que no debíamos decir si queríamos comernos una rosca. Aunque todo siempre se quedaba en vana palabrería, ya que dudo mucho que su estrategia de acoso y derribo tuviera éxito con alguna fémina, claro que en esos tiempos no existía la figura de “la yona”.

En secundaria también había buenos especímenes para comentar y unido al poco, pero algo de sentido crítico que ya tenía uno, como jovencito experimentado en el trato con este tipo de profesorado, y al cambio de mentalidad más libre en ese periodo, era rematadamente fácil detectarlos.

A la voz de Pirolo, no confundir con Piccolo, apodo si mal no recuerdo de Manuel Amat, y por el cual él estaba encantado que le llamara todo le mundo (ni idea de porqué), era quien respondía un hombre alto y delgado y con la cabeza como una bola de billar salvo en la nuca. Apariencia de físico nervioso y loco pero que en realidad impartía matemáticas financiaras y demás hierbas. Mejor tipo que profesor, aunque tampoco era malote, pero era más simpático que efectivo. Curiosamente llegó a ser director durante varios años.

José María era un tipo campechano, quizás en exceso, tanto que el venía a clase con sus pantalones de pana y sus botos llenos de barro de visitar las tierras que tenía en Herrera como si fuera l0 más normal del mundo. Desde el primer día avisaba de que con él no había copiado nunca nadie, craso error, basta que le digas eso a un adolescente irreverente como para intentar colártela a la primera de cambio, como así fue durante casi todo el curso. Y es que también tenía debilidad por las faldas y se despistaba demasiado mirándolas.

Lali era una señora con minusvalía que intentaba hacer lo máximo para poder controlar la clase e imponerse, al principio lo tenía bastante a su favor pero en el momento que “Los siete niños de Écija” le cogieron la medida ya se pasaba mas tiempo gritando que otra cosa. Reconozco con el paso de el tiempo que mucha gente aprovechamos su minusvalía y no le dimos el respeto que merecía, pero éramos jóvenes y algo impresentables.

A Lali la sustituyó durante un tiempo Isabel, que lo primero que se le ocurrió a esta buena mujer nada mas llegar a su primera clase y presentarse fue decir que era de Loja … y ya saben el refrán … (“… la que no es p*** es coja”). El murmullo generalizado fue lo más gracioso que ha pasado en una clase de secundaria en años. La pobre mujer toda despistada preguntando qué pasaba con ese acento “granaino serrao” mientras toda la clase se descojonaba en su cara no tenía precio.

Tomás era un profesor, que aunque no lo tuve que sufrir en mis propias carnes, es el que estuvo más cerca de que todo el alumnado de una clase le linchara. En mitad de curso se le fue la pinza, se empezó a volver un poco paranoico, perdió el control de su vida y empezó a pagarlo con los alumnos. En la actualidad creo que está cuidando cabras con una excedencia, pero no es algo seguro.

Frank, un burgalés barbudo vestido de chandal negro de algodón, botines a lo Panamá Jack y pañuelo típico palestino alrededor el cuello, que su primer día y en el que tu no estás aún mentalizado para entrar en clase, se dedica a intentar hacer pandilla y amistad con el alumnado que está haciendo pellas.

Para nosotros fue un shock tan grande que hasta teníamos miedo a dirigirle la mirada o la palabra, no fuera a ser que esta vez el Ministerio se hubiera colado con el filtro de raros. En realidad tengo que reconocer que luego ha sido uno de los mejores profesores que he tenido nunca, con un nivel de implicación increíble y con una capacidad didáctica fuera de lo común, y es que aprendimos historia moderna sin libros, sólo con periódicos. Podía ausentarse de la sala de exámenes tan alegremente que era tal el respeto que se ganó que nadie copiaba.

Termino haciendo mención especial a Carlos, un profesor granadino y bien parecido que al día de hoy sigo preguntándome cómo aprobó la universidad y cómo pudo aprobar la oposición para poder dar clases. Y es que el hombre ponía todo su empeño pero era imposible aprender algo con el. Eso sí, para apuntarse a todas las fiestas o para tunear VW escarabajos era el primero.

Seguramente que me he dejado muchos por el camino, mi memoria no es muy prodigiosa que digamos, mejor para ellos, pero que no respiren del todo tranquilos, si con el tiempo recuerdo a alguno más prometo actualizar la entrada.

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